Desde pequeños, escuchamos que el único resultado esperado en la vida es vencer. Es bueno ganar la disputa de una corrida contra los amigos en el recreo del colegio o un partido de fútbol. Más tarde, la noción de triunfos comienza a extenderse para relaciones amorosas, carrera, finanzas y otros aspectos de nuestro cotidiano.
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¿Te casaste? Necesitas comprar una casa propia. ¿Fuiste padre? Mejor comenzar a pensar en conseguir un ascenso, cambiar de empleo o, en fin, ver la forma de ganar más dinero.
Sólo que la búsqueda de poder, dinero y la posibilidad de ascenso social tiene su precio. Al colocar el foco y dedicación exclusivamente al trabajo, dejamos de dar atención a nosotros mismos (salud, descanso y entretención quedan de lado) y a las personas que nos rodean. Pero no suma estar obstinado en llevar dinero a casa si, sin amor, cariño o tiempo juntos, la familia tiende a desmoronarse.
Con la creciente participación de las mujeres en el mercado de trabajo, ese concepto de hombre como proveedor pierde aún más sentido. Si no es más obligación exclusiva de los hombres solventar la familia financieramente, ¿cuál es, entonces, el papel que nos cabe?
Todos.
Si las cuentas son divididas, las tareas del hogar y el cuidado, afecto y atención con los hijos también serán.
Es claro que, para muchos de nosotros, tener una carrera ascendente y ganar cada vez más dinero va a continuar siendo el principal indicador de lo que es triunfar. No es un problema. Sólo necesitamos abrir espacio para que otras opciones – como priorizar el día a día al lado de los hijos o asumir las funciones de casa con esmero – también sean sinónimos de éxito.
Dejar de lado reglas y modelos que no funcionan para nosotros y buscar aquello que hace más sentido para quien somos (o pretendemos ser) es lo que nos permite ser hombres, por entero.